El fin de la democracia tal y como la conocemos

Inmersos en un clara tendencia de cambio político y social, la estrategia de los partidos que caen, salpicados de lleno por casos de corrupción, es lanzar el mensaje a la ciudadanía de que los partidos que llegan son igual de corruptos. Sí, se trata de apelar a la máxima «mal de muchos, consuelo de tontos» para aferrarse al poder, aunque paradójicamente no se deje de alagar al ciudadano ante los micrófonos. Y puesto que no existe comparación posible, con el listón de la podredumbre política por las nubes, se impone un doble rasero, que los medios de comunicación y por ende la sociedad, terminan aceptando sin apenas resistencia.

 Pero, ¿quién no firmaría que el fraude masivo en cursos de formación en Andalucía (de miles de millones de euros) no hubiera ido más allá de la no presentación por escrito de una solicitud de compatibilidad en la Universidad de Málaga (en el peor de los casos con un único sueldo, el de Íñigo Errejón, en juego)? ¿O que la financiación irregular de los partidos políticos, la trama Gürtel, el caso de los ERE o el caso Nóos se hubieran solucionado con una declaración complementaria con visos de devolución por parte de la agencia tributaria (sorprende la repercusión del asunto Monedero)? ¿O que se pasara de escamotear la lista Falciani y hacer la vista gorda con cientos de cuentas en Suiza a mirar determinadas cuentas de Twitter en busca de algo reprobable (emulando a Richelieu «dadme seis líneas escritas por el más honrado de los hombres, y hallaré algo en ellas para colgarlo»)? ¿No es todo esto indicativo de que algo ya ha empezando a cambiar?

 Tras las elecciones del 24-M y a pesar de vender a la opinión pública una victoria, el partido del gobierno no ha ocultado su consabido mal perder histórico y ha decidido pisar el acelerador en su particular caza de brujas, acudiendo por enésima vez al recurso de espolear a víctimas de terrorismo o de genocidios (a pesar de haber mentido sobre la autoría de atentados únicamente por rédito electoral, de haber vinculado a Zapatero, Iglesias o Carmena con ETA, o de haber comparado el ascenso de Podemos con la propaganda de Goebbels y la llegada del partido nazi al poder), en un estéril intento de crispar y enfrentar a la sociedad española en dos bandos, los demócratas frente a los violentos, los moderados frente a los radicales, la estabilidad frente a las aventuras «populistas». ¿Pero puede superarse el comportamiento «populista» que el actual gobierno ejerció para llegar al poder (prometiendo sacar a España de la crisis sin tocar la sanidad, la educación, las pensiones ni subir los impuestos, ya sabéis, «la subida del I.V.A. es el sablazo que el mal gobernante le pega a todos sus compatriotas»)? Es más, ¿puede haber algo más populista (en sentido peyorativo) que hacerse llamar Partido Popular y gobernar en benificio de las élites?

 Si bien es cierto que el arañazo de poder que reciben los viejos partidos con cada proceso electoral hace que éstos cedan algún punto de su programa en favor de las demandas de los partidos crecientes (que no son otras que las demandas del 15-M desatendidas en su momento y forzadas a seguir la única vía posible), aún queda mucho camino por recorrer fundamentalmente en lo que se refiere a independencia del poder judicial, y con lo que parece ser un pacto PP (Gürtel) – PSOE (ERE) – Monarquía (Nóos), con procesos eternos que sólo avazan para apartar por «imparcialidad» a elementos no afines a los encausados. La designación a propuesta del PP en la Gürtel de los magistrados Concepción Espejel y Enrique López (con evidentes vinculaciones al PP) seguro que aceleraría el desenlace del caso.

 Si como dice Esperanza Aguirre, peligra la democracia tal y como la conocemos, esa democracia que permite que las tropelías de hace ya más de 15 años sigan sin ser juzgadas ni condenadas, esa democracia que ampara a corruptos y defraudadores, ¿a qué esperamos para darle la puntilla?